martes, 2 de noviembre de 2010

En busca de la palabra adecuada

Hoy he querido ser un héroe y me he lanzado a conseguir un aumento de sueldo. La petición exige una concentración zen para esbozar el borrador de un deseo intangible, etéreo. Las letras aparecen y desaparecen de mis dedos en busca del texto adecuado. Pero, ¿qué lo es?

Las palabras no tienen la dificultad de su escritura, ni siquiera la de su gramática, sino en la capacidad de las mismas por llegar de la forma oportuna al receptor. En este caso, mi jefe. Y no solo en lo estrictamente estilístico, sino en el poder de persuadir que conllevan.

Y todo trata de persuadir. Desde el tipo de letra que empleo, hasta la separación del texto en párrafos, pasando por el tono, la cadencia de las letras o el sonido que se producirá en mi jefe al leerlas. Incluso mi estado de ánimo influirá.

He optado por un estilo directo, pero diplomático. Corto y conciso para que mi jefe sepa, de un solo vistazo, cuál es el objetivo de mi misiva cibernética, y no pase de largo.
Los motivos no podían faltar, y razones para mi osadía me sobran. Tal y como está el país, no es necesario estrujarse mucho los sesos para encontrar diez, veinte motivos con los que argumentar y contraargumentar si se da el caso.
Pero tan importante como la argumentación es la empatía. He estado hablando conmigo mismo siendo jefe y empleado a la vez, tratando de encontrar los resquicios de una posible negativa para mi petición y creo que podría salir del paso.

Allá va.

Pero si la palabra escrita es importante, la hablada no lo es menos.
Ni diplomacia, ni estilo, ni cadencia, ni argumentos han sido necesarios.
Un sucinto NO en la cafetería ha sido suficiente. Eso es poder, y lo demás, solo palabras.

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